19 de marzo de 2024

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Afganistán: terror, guerras y opio en tierra de nadie (parte II)

15 minutos de lectura

Eduardo Luis Junquera Cubiles.

Desde finales de la década de los 70, la producción afgana de opio nunca dejó de representar menos del 75% respecto a la producción mundial, con aumentos extraordinarios desde 2005, durante la ocupación de Estados Unidos. Bobby Charles, quien dirigía la lucha antidroga en la Secretaría de Estado en ese tiempo, advirtió a Donald Rumsfeld, de que era vital acabar con el tráfico de drogas con el fin de destruir el movimiento talibán y, para ser sinceros, el secretario de Defensa pareció mostrarse receptivo con esta propuesta, pero fueron los generales del Pentágono quienes no aceptaron desviar recursos de la entonces prioridad número uno de la política exterior del país: la Guerra de Irak. Aunque, según un informe del New York Times de 2007, prácticamente la misma época de la advertencia de Bobby Charles, Rumsfeld, supuestamente, “desestimó las crecientes señales de que el dinero del narcotráfico se estaba canalizando hacia los talibanes”, mientras que la CIA y los militares “hicieron la vista gorda a las actividades relacionadas con las drogas por parte de destacados señores de la guerra”.

Es necesario explicar que la extraordinaria caída en la producción de opio procedente de Afganistán en 2001 -que prácticamente desapareció- se debió a la prohibición de su cultivo por parte de los talibanes. Lo que no sabemos aún son las verdaderas razones de esa prohibición: algunos autores destacan que fue una estrategia de acaparamiento con el fin de elevar el precio del opio, que había caído de 400 dólares el kilo a 28. Otros investigadores señalan las negociaciones entre los talibanes y Naciones Unidas, que habría ofrecido a éstos el reconocimiento internacional a cambio de una prohibición del cultivo de drogas. Pero lo cierto es que, en julio de 2000, coincidiendo con una severa sequía que duraba ya dos años y que extendió el hambre en todo el país, el Gobierno talibán prohibió el cultivo tal vez para obtener un cierto reconocimiento internacional que pudiera facilitar para Afganistán algún tipo de ayuda económica o humanitaria. Un estudio de la ONU realizado sobre 10.030 aldeas afganas reveló que la prohibición había reducido la cosecha en un 94%. Algunos analistas destacan que la caída del régimen talibán, en 2001, sorprendió por su rapidez y que se debía, en realidad, a la pérdida de apoyo en la población por la prohibición del cultivo del opio. Otro estudio de la ONU informó que la prohibición había “provocado una grave pérdida de ingresos para aproximadamente 3,3 millones de personas”, alrededor del 15% de la población. En este contexto, según la ONU, “fue más fácil para las fuerzas militares occidentales persuadir a las élites rurales y la población de rebelarse contra el régimen”.

Durante todo el mes de octubre de 2001 se intensificaron los bombardeos estadounidenses sobre las posiciones talibanes, pero Afganistán, entonces como ahora, estaba lejos de ser un frente clásico de guerra en el que en un campo de batalla convencional se enfrentan dos ejércitos que ejecutan maniobras de ataque o repliegue. Por el contrario, la inteligencia estadounidense comprendía desde Vietnam que algunos escenarios, y especialmente el afgano, no eran sino un gigantesco tablero en el que varias potencias movían sus peones que podían ser antiguos miembros de los ejércitos y fuerzas policiales de varios países, delincuentes comunes, expresidiarios, fanáticos religiosos y miembros de tribus enfrentadas entre sí. Fue entonces cuando la CIA puso sobre la mesa 70 millones de dólares con el fin de tercerizar la guerra y evitar una exposición masiva de las tropas estadounidenses. Para conquistar Kabul y otras capitales clave, la CIA pagó a los líderes de la Alianza Norte, una fuerza tayika que había luchado contra la Unión Soviética y también contra los talibanes entre 1996 y 2001 y que está igualmente acusada de violaciones de todo tipo de los derechos humanos. Este grupo también se financiaba con el tráfico de drogas de la zona noreste del país, en el que estuvieron presentes incluso durante el dominio talibán. La CIA también entró en contacto con líderes pashtunes que controlaban el tráfico de drogas en las zonas fronterizas con Pakistán. Una vez derrotado el régimen talibán, la CIA entregó el control de Kabul y las capitales más importantes a los ejércitos aliados y a los burócratas. Sean cuáles fueran los programas antidrogas llevados a cabo en el período 2001-2021, se han mostrado absolutamente ineficaces para acabar con la producción de opio, que continuó enriqueciendo a los señores de la guerra y a los grupos talibanes que permanecían en algunas regiones afganas.

A finales de 2004, la CIA informó a la Casa Blanca de un repunte importante del movimiento talibán impulsado por una escalada del narcotráfico. El secretario de Estado, Colin Powell, trató entonces de llevar a cabo un tipo de defoliación aérea agresiva en las áreas rurales afganas similar al que se estaba utilizando en Colombia contra el cultivo de cocaína. Esta operación fue descartada por el entonces ministro de Finanzas y presidente afgano hasta el triunfo talibán de hace unos días, Ashraf Ghani, que señaló que esta práctica supondría un “empobrecimiento generalizado” para Afganistán, sin 20.000 millones de dólares en ayuda exterior para crear un “medio de vida alternativo genuino”. La Casa Blanca decidió entonces adjudicar a DynCorp, una empresa privada, la formación de la policía afgana encargada de luchar contra el tráfico de drogas. Según la corresponsal del New York Times, Carlotta Gall, ese esfuerzo se había convertido en “una especie de broma” en 2005, algo evidente si observamos el desmesurado aumento en la producción a partir de ese año. Como declaró en 2009 el capitán Michael Mulvaney, responsable del Tercer Batallón 2º Regimiento de Marines en el distrito de Musa Qalah, en el sur del país: “La misión de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, por sus siglas en inglés) no es la de luchar contra los cultivos de opio, sino la de proporcionar seguridad a los civiles afganos; de la lucha contra el opio se encarga la policía”. Una manera de decirnos que la lucha contra el principal ingreso del país corría a cargo de una de las policías menos profesionales y más corruptas del mundo. Fuera de las dinámicas internas de los propios traficantes afganos, muchos grupos armados y de delincuencia están interesados en que Afganistán sea un país inestable, con el único fin de proteger las rutas de la droga hacia Rusia por Uzbekistán y Asia Central; hacia Turquía a través de Irán y Turkmenistán; y hacia Europa, por medio de las rutas paquistaníes y turcas.

En 2015, John Sopko, jefe de la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán declaró que a pesar del gasto de la asombrosa suma de casi ocho mil millones de dólares en programas de “erradicación de drogas” desde el inicio de la invasión estadounidense de 2001, “según todas las métricas imaginables, hemos fallado. La producción y el cultivo han aumentado, la interdicción y la erradicación han disminuido, el apoyo financiero a la insurgencia ha aumentado y la adicción y el abuso se encuentran en niveles sin precedentes en Afganistán”. En 2016, un informe de la ONU reveló que los talibanes, que empezaban a utilizar material militar altamente sofisticado, habían intervenido de forma regular “en la cadena de suministro en cada etapa del comercio de narcóticos, recaudando un impuesto del 10% sobre el cultivo de opio en el valle de Helmand, luchando por el control de los laboratorios de heroína y actuando como garante del tráfico de opio crudo y heroína desde Afganistán”. En palabras del New York Times, “se ha vuelto difícil distinguir al grupo de un cartel de la droga”. Según informó el propio Sopko, el número de hectáreas dedicadas al cultivo de drogas ascendía entonces a 400.000 y una parte extraordinaria de esa cantidad, el 44%, se concentraba en el valle de Helmand, lo que hace aún más incomprensible que esas zonas no estuvieran sometidas a ninguna medida, fuera cual fuera, que evitase el cultivo del opio.

En cualquier caso, nos encontramos ante un problema mayor porque ha surgido un importante movimiento talibán también en Pakistán y sus actividades terroristas escapan por el momento al control del ISI, que ha visto extenderse como la pólvora el salafismo y el extremismo religioso yihadista, incluso en bastiones tradicionales de las élites y el Estado paquistaní, como el área del Punjab. En estas zonas, los talibanes de Pakistán han reclutado miembros entre una población descontenta por la corrupción del Estado y porque viven en condiciones de sometimiento feudal. Tehrik-e-Talibán (TTP) es el grupo terrorista talibán más activo en Pakistán. Fue fundado en 2007 en la provincia de Khyber Pakhtunkhwa (Jaiber Pajtunjuá), en la región noroeste del país fronteriza con Afganistán. Su principal propósito es expulsar toda presencia del Estado paquistaní en esta región con el fin de establecer la ley islámica. Su ideología es similar a la de Al Qaeda y los talibanes afganos. Tehrik-e-Talibán ha recibido apoyo de Al Qaeda en la región y, en vista del triunfo talibán en Afganistán, solo se puede esperar un recrudecimiento de sus acciones, además de un aumento de sus recursos y proyección a largo plazo que puede ser un factor independiente de desestabilización interna en Pakistán. El peligro de inestabilidad en un área como la frontera entre ambos países podría sumir al mundo en una crisis de dimensiones desconocidas puesto que muchos de los talibanes presentes en Pakistán podrían aprovechar su fortalecimiento para atentar aún más contra India. Una guerra entre India y Pakistán, o una escisión territorial en Pakistán puede conllevar el uso de armas nucleares o incluso la posibilidad real de que estas armas caigan en manos de grupos armados ajenos a ambos Estados. Teniendo en cuenta la diferencia de intereses entre los actores políticos de la zona: EE. UU., China, Rusia, Arabia Saudí, India, Pakistán e Irán, a lo que hay que sumar su inmensa capacidad militar, podemos imaginar las consecuencias de un conflicto armado en el área más inestable y peligrosa del planeta.

Más recientemente, en noviembre de 2017, el Ejército estadounidense realizó varios bombardeos en el sur de Afganistán, en la provincia de Helmand, utilizando tecnología militar extraordinariamente avanzada en una operación llamada Tempestad de Acero. Estados Unidos presentó un video de la operación, en la que murieron ocho civiles, con el fin de demostrar la eficacia de la lucha antidroga liderada por el Ejército para erradicar el negocio de la heroína en Afganistán. Pero en abril de 2019 se dio a conocer un estudio de la London School of Economics que demostraba lo inútil de esa operación, pese a su extraordinario coste económico. Una de las personas que dirigió el informe de la institución inglesa fue David Mansfield, que ha estudiado el comercio de opio en Afganistán durante más de 20 años y que revisó los vídeos de los operativos militares con ayuda de una tecnología similar a la usada por el Ejército estadounidense en los bombardeos. Mansfield llegó a la conclusión de que, pese a los sofisticados recursos militares utilizados en la operación Tempestad de Acero, la Fuerza Aérea únicamente destruyó chozas de barro. Es imposible entender el conflicto afgano y la presencia de Estados Unidos durante los últimos 20 años sin explicar la importancia del cultivo de opio en el país y las ganancias del tráfico de drogas, que han sido utilizadas para financiar al movimiento talibán, a Al Qaeda y al Estado Islámico, y esto es posible por el altísimo grado de corrupción que afecta a las sociedades afgana y paquistaní. Cuando Justin Rowlatt, periodista de la BBC, viajó a Afganistán en 2016 fue testigo de la protección del propio Gobierno al cultivo de droga cuando visitó una granja dedicada a la producción de opio. Los cultivadores no se esforzaban por ocultar su actividad y estaban protegidos por la policía local, armada con rifles AK-47, pese a la prohibición, castigada con la pena de muerte, de cultivar opio en el país.

Apenas cuatro días antes del comienzo de la operación Tempestad de Acero, la Agencia de la ONU de la lucha contra las Drogas y el Crimen anunció que el cultivo de opio en Afganistán había aumentado en 120.000 hectáreas en tan solo un año. En el momento en que Reino Unido y Estados Unidos entraron en Afganistán, en octubre de 2001, el cultivo de opio ocupaba 74.000 hectáreas. Se calcula que la producción se ha multiplicado por más de cuatro en 20 años, y ahora existen al menos unas 330.000 hectáreas en todo el país. Y los cambios afectan también a la producción de droga porque, mientras en el pasado la savia del opio se secaba y empaquetaba para ser transportada fuera de Afganistán, ahora más de la mitad del opio se refina y se transforma allí en heroína. El procedimiento, como era de esperar, ha tenido como resultado un aumento considerable de las ganancias de los traficantes de droga afganos.

El incremento en la producción de heroína afgana coincide con la emergencia de salud pública declarada en Estados Unidos por el consumo de opiáceos, donde más de dos millones de ciudadanos han sido declarados adictos a esta droga. Desde 2015, la sobredosis por consumo de heroína es la primera causa de muerte en Estados Unidos, por encima de los accidentes de automóvil, las armas de fuego y las caídas. De hecho, las muertes por este motivo se han multiplicado por cinco en 20 años. Esta epidemia comenzó con la adicción a medicamentos contra el dolor, pero las normas para adquirirlos se endurecieron, lo que provocó que los adictos comenzasen a usar heroína y en menor medida fentanilo, una droga sintética. Afganistán ya es el primer productor de opio del mundo, con un porcentaje total del 84%, y se estima que el 90% de la heroína que circula en el planeta procede de allí. En la actualidad, eso supone el 95% del mercado europeo y el 90% del canadiense, pero no del estadounidense, que se surte de Méjico y Colombia. Existen tres grandes focos de producción de heroína en el mundo, cada uno con sus particularidades y sus zonas de influencia: Afganistán; el llamado triángulo dorado de la frontera entre Myanmar, Tailandia y Laos; y Méjico y Colombia, que son quienes abastecen a Estados Unidos (datos de la DEA).

Alrededor del 60% del dinero de los talibanes procede del tráfico de drogas, por lo que atacar los campos de opio parecía ser la mejor idea posible con el fin de estrangular su financiación. Y esos ataques, además, reducirían el flujo de heroína a nivel mundial. La operación Tempestad de Acero estaba inspirada en los ataques realizados por la Fuerza Aérea estadounidense contra el Estado Islámico en Siria, que consistieron en bombardear refinerías de petróleo, tanques y maquinaria pesada. Esas acciones redujeron de forma drástica los recursos del grupo terrorista, lo cual supuso para ellos un grave problema en cuanto al pago del salario de los milicianos que engrosan sus filas. Pero los talibanes también obtienen dinero de actividades clandestinas como la minería y la tala, la venta ilícita de animales, impuestos sobre las cosechas a los campesinos, bienes inmuebles y donaciones de Pakistán y de países de Oriente Medio. Asimismo, se sabe que obtenían fondos procedentes del contrabando de bienes legales entre Afganistán y Pakistán, regulados en el Acuerdo de Tránsito Comercial de Afganistán, firmado con Pakistán en 1965 y al que en 2010 se le añadieron cuatro protocolos de ampliación.

Siguiendo con las investigaciones de la London School of Economics, ninguno de los 23 vídeos publicados por la Fuerza Aérea estadounidense en los que se mostraba la destrucción de los supuestos laboratorios de heroína afganos revelaba evidencia suficiente como para que fueran considerados centros de producción y refinado. Alcis es una empresa de Reino Unido especializada en análisis geoespaciales con el fin de investigar lo que sucede en áreas remotas o de difícil acceso, y de esta tecnología se sirvió David Mansfield para refutar a la Fuerza Aérea estadounidense. Los laboratorios donde los afganos refinan el opio son extremadamente rústicos y consisten en pequeñas cabañas ubicadas en zonas rurales o en espacios abiertos debido a la emanación de gases tóxicos generada en la producción de heroína. Los lugares donde se produce heroína almacenan también barriles de aceite, molinos que extraen morfina, pipas de gas y contenedores de los productos químicos necesarios para procesar el opio. Mansfield identificó de forma precisa los lugares bombardeados por la Fuerza Aérea estadounidense e investigo los 31 edificios que fueron destruidos y lo que se hacía en ellos antes de los impactos, llegando a la conclusión de que solo uno era utilizado para producir drogas. Además de contar con la inestimable ayuda de Alcis, Mansfield investigó sobre el terreno reuniendo a un grupo de afganos que consiguió entrevistar a los afectados por los bombardeos, alrededor de 450 personas, entre las que se encontraban trabajadores de los laboratorios de la provincia de Helmand. La investigación mostró que los lugares bombardeados habían sido laboratorios de heroína en el pasado, pero en el momento de los ataques estaban inactivos. Los testimonios de los afganos indicaban que los centros de producción funcionaban de forma intermitente y que los materiales usados en la elaboración de heroína habían sido trasladados antes de los ataques.

La secretaria de la Fuerza Aérea, Heather Wilson, se mostró crítica con estas operaciones de bombardeo declarando en una conferencia de prensa en 2018 “No deberíamos utilizar un F-22 -avión de combate- para destruir un laboratorio de droga”. Estas naves tienen un coste de 35.000 dólares por hora y su precio es de alrededor de 140 millones de dólares por unidad. Por su parte, el comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, el general Jeffrey Harrigian, aceptó que la estrategia de atacar los puntos de suministros financieros en Afganistán no estaba “funcionando tan bien como en Siria”. En septiembre de 2018, el general Nicholson fue sustituido como comandante de las fuerzas de la OTAN y Estados Unidos en Afganistán por el general Austin “Scott” Millar, lo que supuso el fin de la operación Tormenta de Acero. Esta operación tuvo muy poca influencia a la hora de disminuir la producción de heroína en Afganistán, que se “mantuvo en niveles elevados”, según el Ejército estadounidense. El informe de la ONU de 2018 revelaba una disminución de un 20% de las áreas de cultivo afganas, pero en ningún caso era debida a los bombardeos, sino a la sequía que afectó al norte del país en 2018 y a los precios mucho menores tras la cosecha récord de 2017.

En diciembre de 2019, el Washington Post tuvo acceso a las más de 600 entrevistas realizadas por la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, en sus siglas en inglés) a los principales responsables políticos, diplomáticos y militares estadounidenses destinados en Afganistán. Se trata de unas 2.000 páginas confidenciales de análisis que describen los esfuerzos perfectamente planificados y coordinados del Gobierno y el Pentágono con el fin de ocultar su ineficacia en la lucha contra los talibanes y la falta de una estrategia creíble del Ejército de Estados Unidos en Afganistán. Según el propio inspector general de la SIGAR, John Sopko, “Se ha mentido constantemente al pueblo estadounidense”. La historia de lo ocurrido en Afganistán recuerda demasiado, y han pasado más de 50 años, a lo que sucedió en Vietnam. Los documentos revelados por el Washington Post demuestran que durante 17 años se manipularon datos de todo tipo para transmitir la idea de que Estados Unidos estaba haciendo lo correcto en tierras afganas y constatan una ausencia total de estrategia militar, despilfarro de dinero público y el fracaso absoluto en la lucha contra la corrupción. Generaciones de afganos han nacido, vivido y muerto en situación de guerra y miseria. Y una vez más, quienes pagarán los juegos geoestratégicos de los halcones de Estados Unidos y de otras potencias serán los ciudadanos del Tercer Mundo para los que rara vez existe una segunda oportunidad.

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