19 de marzo de 2024

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Afganistán: terror, guerras y opio en tierra de nadie (parte I)

14 minutos de lectura

Eduardo Luis Junquera Cubiles.

Estados Unidos, el país que se ha retirado de Afganistán, contribuyó de manera decisiva al fortalecimiento de los muyahidines afganos con alrededor de 3.000 millones de dólares distribuidos por medio de la CIA entre 1981 y 1989 en la guerra encubierta más cara que la agencia de inteligencia ha promovido a lo largo de su sangrienta historia. La CIA también proporcionó a los muyahidines armamento de origen soviético y, por medio del príncipe saudí Turki Al Faycal, jefe del servicio secreto de Arabia Saudí, reclutó a un joven Bin Laden de 22 años con el fin de que gestionase las operaciones de la agencia en Afganistán. La misión de Bin Laden era conseguir fondos, incorporar fundamentalistas islámicos a la causa contra la Unión Soviética y armarlos en los campos de entrenamiento que él mismo estaba organizando en suelo afgano. En 1982, Bin Laden se estableció en Pakistán, en la ciudad de Peshawar, donde puso en marcha una oficina de servicios para los muyahidines, acrecentó la financiación directa de Estados Unidos y Arabia Saudí con el tráfico del opio y trasladó al país a miles de voluntarios árabes y de otras nacionalidades, como uzbekos, musulmanes filipinos y uigures de la región china de Xinjiang.

En agosto de 1988, Bin Laden creó en Pakistán una base de datos con información precisa de los 35.000 muyahidines pertenecientes a 40 países que habían formado la resistencia antisoviética en Afganistán. Ese archivo fue llamado “Al Qaeda” (la base, en árabe), y dio nombre al grupo terrorista. El resto de la historia es bien conocido. La CIA y Arabia Saudí dejaron de financiar la lucha de los muyahidines afganos en 1989, tras la retirada soviética, y también por la presión del rey Fahd, que se mostraba aterrorizado ante la posibilidad de que una guerrilla rica en recursos tecnológicos y humanos se asentase de forma sólida en un país que tiene frontera con Irán.

Bin Laden se enfrentó a Washington y Riad al facilitar la llegada de islamistas a Afganistán, en este caso desde Egipto, para combatir contra el Gobierno de Mohammad Najibullah, a partir de 1987. Fue un primer desencuentro, pero el más grave llegaría tras la invasión de Kuwait por parte de Irak, el 2 de agosto de 1990, cuando decenas de miles de soldados estadounidenses y de otras naciones occidentales se desplazaron a Arabia Saudí, lo que supuso un impacto brutal para una sociedad ultraconservadora que no había visto un soldado extranjero sobre su suelo desde la expulsión de los turcos después de la Primera Guerra Mundial. Aunque la presencia occidental se circunscribía a la ciudad de Dhahrán y a zonas cercanas al Golfo Pérsico, muchos saudíes consideraron este hecho una humillación debido al profundo sentimiento anticristiano y antioccidental presentes en Arabia Saudí, más aún cuando las tropas permanecieron más allá de 1991, tras la expulsión del Ejército iraquí de Kuwait. Fue entonces cuando Bin Laden comenzó a planear atentados contra Estados Unidos en el marco de una yihad global.

Volviendo a Afganistán y a lo que realmente supuso el conflicto en la historia de la Unión Soviética, la catástrofe de hacer frente a una guerra de desgaste en un país montañoso, con una población hostil reacia a cualquier contacto con extranjeros era exactamente lo que quería Brzezinski, el consejero de Seguridad Nacional de Carter, que ansiaba para la U.R.S.S. un conflicto similar al que Estados Unidos había librado en Vietnam, y a fe que lo consiguió con su apoyo a los muyahidines en la llamada Operación Ciclón. Este grupo también recibió el apoyo de Pakistán, Egipto, China Y Arabia Saudí. El altísimo número de bajas civiles que se preveía no pareció influir en los diseñadores del plan de la CIA, que no creían en modo alguno en una victoria de los afganos.

El presidente Noor Mohammed Taraki, un intelectual que gobernó Afganistán entre abril de 1978 y septiembre de 1979 tras el golpe de Estado contra Mohamed Daoud Khan, que a su vez había derrocado en 1973 al rey Zahir Shah, dio pasos hacia la reforma agraria, promovió la igualdad de derechos para todas las etnias, así como la anulación de hipotecas y prestamos de carácter usurero que afectaban a los campesinos, estableció por vez primera un salario mínimo e intentó paralizar la producción de opio en las zonas fronterizas, entre otros motivos porque estaban en manos de muyahidines que financiaban ataques contra su Gobierno, al que veían como la encarnación del mal por instaurar la escolarización obligatoria de las mujeres, la ilegalización de los matrimonios pactados y la compra de las novias. Taraki fue asesinado en octubre de 1979 por su primer ministro Hafizullah Amin y, como había ocurrido en otras ocasiones en otras latitudes, el magnicida ocupó su puesto porque era una persona cercana a Occidente que había estudiado en las Universidades de Columbia y Wisconsin y porque los servicios secretos de Estados Unidos consideraban que sería dócil a sus intereses. En su juventud, Hafizullah Amin había presidido la Asociación de Estudiantes Afganos, institución que obtenía fondos directamente de la Fundación Asia, estrechamente vinculada a la CIA.

El propio Brézhnev había informado personalmente a Taraki de las intenciones de Amin, pero Taraki creyó controlar la situación hasta que fue demasiado tarde. Después del Golpe de Estado, Amin se convirtió en uno de tantos peones de la Guerra Fría y comenzó a encontrarse con miembros de la Embajada de Estados Unidos en un momento en el que los norteamericanos ya estaban armando también a los rebeldes islamistas de Pakistán, que se estaban sumando a los afganos en su lucha contra los soviéticos. La certera información recabada por los asesores militares del KGB infiltrados en Afganistán revelaba que los insurgentes que provenían de Pakistán eran fanáticos religiosos pertenecientes a las capas populares con una fe lo suficientemente fuerte como para “cerrar filas alrededor de esta creencia”. Andropov, que entonces era el director del KGB, fue el más sagaz al entender que una sociedad tribal como la afgana, mayoritariamente analfabeta en las zonas rurales y con una economía subdesarrollada no tenía la capacidad de llevar a cabo una revolución política, pero sí existía el peligro, por el contrario, de que se iniciase un cambio con el fanatismo religioso procedente de Pakistán como motor. A diferencia de lo que sucede en otros centros mundiales de la droga como Colombia o Méjico, donde los cárteles solo desean el dinero procedente del narcotráfico, en Afganistán el sustrato religioso de los terroristas que engrosan las filas de los talibanes es más poderoso que la codicia de sus jefes, que utilizan las ganancias para su beneficio propio y porque su fortaleza económica les permite hacer frente al escaso poder del Estado, pero saben que deben dar respuesta a las demandas religiosas de sus soldados y también a su profundo sentimiento nacionalista que incluye el odio al extranjero. Finalmente, ante el temor a un régimen fundamentalista religioso apoyado por Estados Unidos presionando su frontera sur, la Unión Soviética invadió Afganistán el 24 de diciembre de 1979.

Los muyahidines afganos, desde luego, eran mucho más terrenales que los jóvenes estudiantes de las madrasas paquistaníes que, como luego veremos, empezarían a llegar de forma masiva a partir de 1994 y lideraban, en realidad, siete facciones sin motivación política alguna, todas ellas involucradas en el comercio de opio, y las luchas que se producían entre ellos eran para garantizar el tráfico de esta droga. Durante la década de los 80, las operaciones encubiertas de la CIA ayudaron a crear en las áreas fronterizas entre Afganistán y Pakistán una verdadera plataforma de lanzamiento para el comercio mundial de heroína. Según informes del Departamento de Estado de Estados Unidos de 1986: “En el área tribal, no hay fuerza policial. No hay tribunales. No hay impuestos. Ningún arma es ilegal … El hachís y el opio a menudo se exhiben”. En ese tiempo, la CIA ya estaba tejiendo alianzas con el ISI, la siniestra agencia de inteligencia de Pakistán. La historia del servicio secreto paquistaní es bien conocida por quienes redactan los informes sobre terrorismo del Departamento de Estado de Estados Unidos. Desde este organismo se han señalado en varias ocasiones los vínculos entre el servicio secreto de Pakistán y los talibanes, que incluían aporte de fondos y de entrenamiento en suelo paquistaní. Estados unidos también acusa al ISI de “estrecha y larga relación” con el grupo terrorista Haqqani. El Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), con sede en España y presidido por Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, concejal del PP en San Sebastián asesinado por ETA en 1995, también ha puesto de relieve los vínculos entre el ISI y los grupos terroristas Jaish-e-Mohammed, Lashkar-e-Taiba y Laskar-e-Jhangvi, que atentan contra India por el conflicto de Cachemira. Incluso, documentos filtrados en abril de 2011 por WikiLeaks revelaban que funcionarios estadounidenses definían abiertamente al ISI como grupo terrorista al mismo nivel que a Al Qaeda o los talibanes.

En esa época, el ISI controlaba las principales vías del tráfico de drogas en Pakistán sin utilizar ningún intermediario. Por medio de la compañía estatal militar de transporte NLC (National Logistics Cell) la droga se trasladaba desde la Provincia de la Frontera Noroeste hasta el puerto de Karachi y desde ahí se distribuía en Pakistán, Turquía y el Golfo Pérsico. Después de descargar la droga, los camiones del Ejército paquistaní retornaban a Afganistán con víveres y armas con los que aprovisionar a los muyahidines en lucha contra los soviéticos. Incluso en 1988, como parte de la operación encubierta de la CIA, el congresista estadounidense Hub R. Reese reveló que había entregado 700 mulas de Tennessee en una base militar en Kentucky con destino a Pakistán para ser entregado a los afganos. Aunque el narcotráfico sirvió para financiar a los muyahidines muchos miembros del ISI se enriquecieron personalmente y trabajaron al margen de las órdenes del Gobierno. Buen ejemplo es lo que sucedió en 1983, cuando toda la cúpula de inteligencia de la ciudad de Quetta, junto a la frontera con Afganistán, fue destituida, pero no por el tráfico de drogas en sí, sino por establecer una red alternativa.

En 1979, Pakistán no podía recibir ayuda directa de Estados Unidos al estar desarrollando un plan nuclear propio que culminó en 1998 con la obtención de armas atómicas gracias al robo de tecnología nuclear por parte del ingeniero paquistaní Abdul Qader Kahn. Pakistán había iniciado su plan nuclear en 1972, poco después de la guerra con India, en 1971. Los programas atómicos de ambos países se desarrollaron de forma clandestina y ninguno de los dos ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) ni el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares y el de Prohibición de Ensayos Nucleares (CTBT). Los arsenales de India y Pakistán, en permanente disputa por el conflicto de Cachemira, son los que más crecen del mundo. Pero, del mismo modo que Afganistán se transformó en prioridad para la política exterior de Estados Unidos y sin que se paralizase en modo alguno el programa nuclear paquistaní, el país se convirtió en el tercer receptor de ayuda estadounidense a nivel mundial, solo por detrás de Israel y Egipto.

La ayuda militar a Pakistán y a India se había suspendido a causa del conflicto entre ambas naciones, en 1965. Tras este hecho, Pakistán no recibió ningún trato preferencial pese a ser miembro de los mecanismos multilaterales de cooperación y defensa propiciados por Estados Unidos. Aunque la venta de armas a Pakistán se reanudó en 1975, la enmienda Symington, que corrigió en 1976 a la Ley de Asistencia Extranjera de 1961 propició un nuevo embargo sobre Pakistán en 1979. Pakistán veía como Estados Unidos ponía trabas a su desarrollo militar a causa de sus planes nucleares, pero también por el hecho de que el país era una dictadura sin respeto alguno por los derechos humanos y por su carácter islamista. Pero la prioridad absoluta para los halcones de Washington, que absorbía todos los esfuerzos estadounidenses en política exterior, era la lucha contra el comunismo, de manera que todas las restricciones sobre Pakistán cesaron cuando el país se decidió a apoyar a los muyahidines afganos en su lucha contra la Unión Soviética.

Antes de que la CIA comenzase a financiar a los muyahidines afganos, la cifra de adictos a la heroína en Pakistán era ridículamente baja y ascendía a menos de 5.000 personas, mientras que, en 1996, según cifras de la ONU, ya había más de 1.600.000 adictos. Con semejantes números, el gasto anual de la lucha contra la droga en Pakistán ascendía a la exigua cifra de 1,8 millones de dólares. Ya en 1994, el volumen del tráfico de drogas en el país suponía el doble de recursos que los presupuestos generales del Estado. Si bien es cierto que el movimiento talibán creció y fue conquistando un pueblo tras otro, no hubiera podido tomar el poder en Kabul en 1996 sin el apoyo directo del gobierno de Islamabad y el indirecto de Arabia Saudí y Estados Unidos, cada uno persiguiendo sus propios intereses: Pakistán y Estados Unidos, por motivos económicos y ambiciones geopolíticas; y Arabia Saudí, por motivos teológicos en su disputa religiosa con Irán. Las sofisticadas armas que utilizaron los talibanes para combatir revelaban que no eran simplemente estudiantes de teología sin instrucción militar como nos han dicho una y otra vez. Es verdad que el fanatismo religioso era y es su motivación y su principal ideología, pero eso no basta para conquistar un país del tamaño y la orografía de Afganistán.

En un intento por hacer un rápido lavado de imagen de los grupos muyahidines que también engrosarían en los años 90 las filas de los talibanes, el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, recibió a una de sus delegaciones en la Casa Blanca. Fue en 1983 y las fotos del encuentro pertenecen al archivo de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. El presidente no tuvo problemas en elogiar a sus exóticos visitantes y en destacar que se trataba de “combatientes por la libertad”, pero, en realidad, los muyahidines únicamente han peleado por imponer a sangre y fuego un fundamentalismo islámico bárbaro, absolutamente represivo en todos los órdenes y especialmente cruel contra las mujeres y para garantizarse el dinero procedente del tráfico de drogas. Casi al mismo tiempo, el Gobierno de Reagan, enfrentándose a la prohibición del Congreso para destinar dinero a la “contra” nicaragüense transfería fondos obtenidos por la venta de armas a Irán -también prohibida por el embargo estadounidense- a este grupo terrorista. Hablamos de la Doctrina Reagan, tan poco escrupulosa con los derechos humanos de los no estadounidenses. Sea como fuere y como antes comentábamos, para los sucesivos gobiernos de Estados Unidos la prioridad no era tanto la lucha contra el narcotráfico como impedir el avance del comunismo, una obsesión que se llevó por delante vidas y derechos humanos a lo largo y ancho del planeta. En su política exterior, los imperios no se rigen por principios de legalidad o ética, sino por un cruel pragmatismo que los lleva a implementar estrategias que favorezcan sus intereses con el fin de perdurar en el tiempo en su posición dominante. Y en Oriente Medio, África, Asia y América Latina las fichas que los poderosos mueven en el tablero rara vez llevan a los pueblos otra cosa que no sean guerras, pobreza, dolor y hambre.

Otro informe del Departamento de Estado, también fechado en 1986, señalaba que el opio “es un cultivo ideal en un país devastado por la guerra, ya que requiere poca inversión de capital, crece rápidamente y se transporta y comercializa fácilmente”. A medida que la guerra contra la Unión Soviética se encarnizaba, incluso los agricultores afganos comenzaron a recurrir al cultivo de opio porque generaba “altos beneficios” con los que hacer frente a la creciente inflación que afectaba de manera muy importante a los alimentos. Del mismo modo, los muyahidines que luchaban directamente contra los soviéticos se dedicaron a la producción y tráfico de opio “para proporcionar alimentos básicos a la población bajo su control y para financiar la compra de armas”. Según el New York Times, los camiones que llevaban las armas de la CIA al valle de Helmand regresaban a Pakistán cargados de opio “con el consentimiento de los oficiales de inteligencia paquistaníes o estadounidenses que apoyaban a la resistencia”. Charles Cogan, que dirigía las operaciones de la CIA en Afganistán declaró en 1995: “Nuestra misión principal era hacer el mayor daño posible a los soviéticos. Realmente no teníamos los recursos ni el tiempo para dedicarlo a una investigación del tráfico de drogas. No creo que debamos disculparnos por esto … Hubo consecuencias en términos de drogas, sí. Pero el objetivo principal se cumplió. Los soviéticos abandonaron Afganistán”.

Tras la retirada de los soviéticos, en febrero de 1989, se produjo una guerra civil entre los muyahidines y el Gobierno de Mohammad Najibulah, derrocado en 1992. Inmediatamente después comenzó otro conflicto tribal de enorme crueldad entre las distintas facciones islamistas entre sí y entre estas y los muyahidines. Pero fue la entrada en escena, en 1994, de los talibanes (estudiante coránico, en la lengua pastún), un movimiento suní deobandi originado en las madrasas paquistaníes de Queta, Karachi y Lahore y en la madrasa afgana de Kandahar, lo que se reveló como un hecho histórico decisivo. Las escuelas coránicas de Pakistán fueron financiadas por Arabia Saudí y en ellas se educaban cientos de miles de jóvenes afganos en el deobandismo, junto al wahabismo, la versión más tenebrosa, rigorista y extrema del Islam suní. Aunque fueron apoyados por los servicios secretos de Pakistán, los talibanes tenían sus propias dinámicas y aspiraciones, una de ellas consistía en poner fin mediante la unificación religiosa al caos en el que se había instalado el país tras la retirada de los soviéticos. Pakistán realizó este movimiento, tan audaz como arriesgado, porque existía el temor a que los pastunes de ambos países (la etnia mayoritaria en Afganistán, con el 40% de sus habitantes, que en Pakistán apenas representa el 15,9% de la población) exigieran la creación de un Estado pastún al norte de Pakistán y al este de Afganistán. Por este motivo, Pakistán intentó difuminar la identidad pastún sustituyéndola por una islámica y también porque así creían garantizarse el futuro apoyo de un posible Estado afgano islámico en su disputa con India por Cachemira. Los talibanes se impusieron con relativa rapidez y obtuvieron un gran apoyo social porque sus promesas de orden y lucha contra la corrupción calaron en una población exhausta tras 16 años de guerras. Precisamente en 1996, Bin Laden volvió a Afganistán a bordo de un avión de la compañía afgana Ariana y realizó una donación de tres millones de dólares a los talibanes con el fin de dar un último impulso al movimiento para que se hiciera con el control definitivo del país, lo cual sucedió en septiembre de 1996.

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