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BOUBEKRI MOHAMMED YASSER
El Parlament de Catalunya aprobó este jueves 18 de diciembre de 2025 una ley que no nace de la comodidad política, sino de la urgencia social. En un contexto en el que alquilar una vivienda se ha convertido para miles de personas en un ejercicio de resistencia diaria, la Cámara catalana decidió poner límites a una de las principales grietas del sistema: el uso fraudulento del alquiler de temporada y de habitaciones para disparar precios y expulsar a vecinos de sus barrios.
Durante años, esta modalidad se utilizó como un atajo legal para eludir los topes de precios, vaciar de derechos a los inquilinos y normalizar contratos precarios, breves y abusivos. Jóvenes, familias trabajadoras, personas migrantes y trabajadores esenciales han sido los principales afectados de un mercado que convirtió la vivienda —un derecho reconocido— en una mercancía sin reglas ni responsabilidad social.
La nueva ley establece que todos los contratos de alquiler, con independencia de su duración, quedan sometidos al índice estatal de referencia, salvo los turísticos. Con ello, se desmonta una ficción jurídica que permitía cobrar alquileres inflados a cambio de inestabilidad, sin empadronamiento, sin arraigo y sin garantías reales.
El alquiler de temporada no desaparece, pero deja de ser una coartada. Solo será válido cuando existan motivos reales y acreditables —laborales, formativos, profesionales o médicos— y ofrecerá las mismas garantías que un alquiler de residencia habitual. El mensaje es claro: no puede haber inquilinos con menos derechos por el simple hecho de ser más vulnerables.
La ley señala directamente a quienes más han contribuido a tensionar el mercado. Las viviendas de grandes tenedores y las que se alquilan por primera vez deberán ajustarse al precio máximo fijado por el índice. En el caso de los pequeños propietarios, se impone la continuidad del precio anterior con actualización legal por IPC, evitando subidas encubiertas.
La creación de un registro de grandes tenedores, junto con el refuerzo de las inspecciones y del régimen sancionador, busca corregir una asimetría histórica: la de un mercado donde el incumplimiento resultaba rentable y la sanción, excepcional.
Esta regulación no es solo una cuestión técnica. Es una respuesta política a un modelo urbano que ha expulsado a vecinos, vaciado barrios y convertido el acceso a la vivienda en un privilegio. Regular el alquiler de temporada es, en el fondo, defender el derecho a quedarse, a construir vida comunitaria y a no vivir con la maleta preparada.
Las resistencias no han tardado en aparecer. Quienes hablan de “intervencionismo” evitan mencionar las consecuencias sociales de la desregulación: desahucios invisibles, sobreendeudamiento y una precariedad residencial que se hereda.
La aprobación de la norma marca un punto de inflexión, pero su impacto real dependerá de su aplicación. Sin inspecciones efectivas, sin sanciones disuasorias y sin voluntad política sostenida, el derecho corre el riesgo de quedarse en el papel.
Aun así, para miles de personas que viven de alquiler, esta ley representa algo más que una regulación: el reconocimiento de que su precariedad no era una excepción, sino una injusticia, y de que la vivienda, por fin, vuelve a situarse en el terreno de los derechos y no solo del mercado.
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